De hienas y aguijones
Las heridas deberían dejar de doler cuando te das cuenta de que son absurdas. Cuando su causa se revela inoperante y ridícula, casi invisible e intangible más allá de tu propio cerebro, sin contornos definidos en la realidad objetiva. Deberían dejar de doler cuanto te das cuenta de que no tienen sentido. Deberían. Sin embargo, en lugar de ello dejan cicatrices pútridas y feas que hacen irreconocible la inocencia que un día te hizo capaz de ilusionarte y van transformando la sonrisa espontánea que da luz a un rostro en el gesto sarcástico que contrae las facciones de los perros viejos y los gatos callejeros.
Uno nunca debería volver a aquello de lo que una vez ha podido prescindir. Lo que de verdad es importante está tan dentro que no puede abandonarse sin que muera una parte del que lo pierde. Como el aguijón de las abejas. Aquello que puede dejarse, no es más que un apósito ficticio y artificial. Pestañas postizas, uñas, pelucas...pueden caerse sin que apenas lo sientas hasta que tus ojos, no tu piel, noten su ausencia.
Empezó así. Como un complemento que adorna y entretiene. Como ese bolso nuevo que te sientes orgullosa de lucir los primeros días después de su adquisición, a pesar de la absoluta seguridad de que en un mes dormirá en el fondo del armario. Le hacía reír. Con sus comentarios absurdos, sus absurdas observaciones y su absurda forma de ver la vida, tan alejada de las cosas realmente importantes como la melodía de los olmos en las tardes de otoño o el olor a castañas del invierno. Le hacía reír con su estúpido pragmatismo, con sus eternas disertaciones acerca de lo que es racional y lo que no lo es. (Como si a ella le importase que los gusanos de seda en la piel fuesen racionales o no. Simplemente eran, y hacían cosquillas al arrastrase desde el punto exacto de su cuerpo donde él, casualmente, había apoyado la mano, hasta sus muslos. Su existencia estaba probada con una certeza mucho más aplastante que las que el cerebro, al fin y al cabo un mero producto de la educación, podría dar). Empezó así. Como alguien con el que llenar las horas que se hacen eternas cuado estás lejos de todo lo que te importa. Como unos brazos en los que refugiarse del frío y unos labios en los que refugiarse de la angustia. Un apósito ficticio y artificial, como lo era todo en aquella minivida de tres meses tan insignificante en el transcurso de la vida de verdad. Como un aguijón de avispa, presto a desprenderse sin dolor a la primera señal de peligro.
Lo llamaba porque sí. No había dependencia, no necesitaba verlo, ni siquiera lo echaba de menos si no estaba. Simplemente, lo llamaba. Como un gesto mecánico, rutinario, que se repetía cada día nada más llegar del trabajo. Igual que se repetían las caricias y los besos en medio de carcajadas y palabras inventadas como puente entre el norte de él y el sur de ella. Golpes de voz inarticulados, signos lingüísticos sin codificar. Por supuesto, no significaban nada.
Cuando se dio cuenta de que el abdomen se le desgarraba, ya era demasiado tarde. El aguijón había sido liberado. La primera tarde que él no cogió el teléfono, una mentira piadosa le permitió ocultarse a sí misma el vacío. Realmente, no había dependencia, no necesitaba verlo, ni siquiera lo echaba de menos. La segunda tarde, tuvo que admitir que no le parecía un gesto bonito el desaparecer así, sin más; aunque no hubiera dependencia, no necesitase verlo y ni siquiera lo echase de menos. La tercera tarde reconoció ante sí misma y ante las lágrimas que le devolvía el espejo, que lo echaba de menos, sólo un poquito. La cuarta constató que algo dolía por dentro, como si un puño invisible e implacable tirase hacia fuera desde el fondo de sus entrañas. La quinta descubrió que no podría prescindir de él sin que doliese. La sexta, el tiempo comenzó a pesarle, porque no podía ser que la vida de verdad se limitase a tres meses en medio de tantos años inútiles, y menos podía ser que hubiese perdiendo seis días ya de esa vida tan corta. La séptima, con la claridad que ofrecen las visiones, apareció ante ella la revelación de que podría abandonar todo lo que no fuese él, si él se lo pedía.
Las heridas deberían dejar de doler cuando te das cuenta de que no tienen sentido. Y él debió dejar de dolerle cuando resultó innegable que no iba a volver. Porque, en realidad, sus puntos de vista eran absurdos, y el pragmatismo no es nada más que una forma de perder el tiempo haciendo estúpidas cosas útiles en lugar de cosas realmente importantes, como reírse a carcajadas en medio de la lluvia o cantar a la luna llena para que no se sienta tan sola en el cielo. Y sin embargo, sangraba y supuraba a través de una sonrisa que pretendía ser natural y parecía tan inhumana como la risa de las hienas.
Uno nunca debería volver a aquello de lo que una vez ha podido prescindir. Y sin embargo, ella tuvo que volver a una vida insignificante, que había dejado de importar hacía siglos, cuando aún estaba sumergida en sus ojos y las palabras significaban mucho más que una sucesión de letras y un golpe de voz. Tuvo que regresar a una vida que hubiese podido abandonar sin dolor, sólo con que él se lo hubiese pedido.
Las heridas deberían dejar de doler cuando te das cuenta de que son absurdas. Cuando su causa se revela inoperante y ridícula, casi invisible e intangible más allá de tu propio cerebro, sin contornos definidos en la realidad objetiva. Deberían dejar de doler cuanto te das cuenta de que no tienen sentido. Deberían. Sin embargo, en lugar de ello dejan cicatrices pútridas y feas que hacen irreconocible la inocencia que un día te hizo capaz de ilusionarte y van transformando la sonrisa espontánea que da luz a un rostro en el gesto sarcástico que contrae las facciones de los perros viejos y los gatos callejeros.
Uno nunca debería volver a aquello de lo que una vez ha podido prescindir. Lo que de verdad es importante está tan dentro que no puede abandonarse sin que muera una parte del que lo pierde. Como el aguijón de las abejas. Aquello que puede dejarse, no es más que un apósito ficticio y artificial. Pestañas postizas, uñas, pelucas...pueden caerse sin que apenas lo sientas hasta que tus ojos, no tu piel, noten su ausencia.
Empezó así. Como un complemento que adorna y entretiene. Como ese bolso nuevo que te sientes orgullosa de lucir los primeros días después de su adquisición, a pesar de la absoluta seguridad de que en un mes dormirá en el fondo del armario. Le hacía reír. Con sus comentarios absurdos, sus absurdas observaciones y su absurda forma de ver la vida, tan alejada de las cosas realmente importantes como la melodía de los olmos en las tardes de otoño o el olor a castañas del invierno. Le hacía reír con su estúpido pragmatismo, con sus eternas disertaciones acerca de lo que es racional y lo que no lo es. (Como si a ella le importase que los gusanos de seda en la piel fuesen racionales o no. Simplemente eran, y hacían cosquillas al arrastrase desde el punto exacto de su cuerpo donde él, casualmente, había apoyado la mano, hasta sus muslos. Su existencia estaba probada con una certeza mucho más aplastante que las que el cerebro, al fin y al cabo un mero producto de la educación, podría dar). Empezó así. Como alguien con el que llenar las horas que se hacen eternas cuado estás lejos de todo lo que te importa. Como unos brazos en los que refugiarse del frío y unos labios en los que refugiarse de la angustia. Un apósito ficticio y artificial, como lo era todo en aquella minivida de tres meses tan insignificante en el transcurso de la vida de verdad. Como un aguijón de avispa, presto a desprenderse sin dolor a la primera señal de peligro.
Lo llamaba porque sí. No había dependencia, no necesitaba verlo, ni siquiera lo echaba de menos si no estaba. Simplemente, lo llamaba. Como un gesto mecánico, rutinario, que se repetía cada día nada más llegar del trabajo. Igual que se repetían las caricias y los besos en medio de carcajadas y palabras inventadas como puente entre el norte de él y el sur de ella. Golpes de voz inarticulados, signos lingüísticos sin codificar. Por supuesto, no significaban nada.
Cuando se dio cuenta de que el abdomen se le desgarraba, ya era demasiado tarde. El aguijón había sido liberado. La primera tarde que él no cogió el teléfono, una mentira piadosa le permitió ocultarse a sí misma el vacío. Realmente, no había dependencia, no necesitaba verlo, ni siquiera lo echaba de menos. La segunda tarde, tuvo que admitir que no le parecía un gesto bonito el desaparecer así, sin más; aunque no hubiera dependencia, no necesitase verlo y ni siquiera lo echase de menos. La tercera tarde reconoció ante sí misma y ante las lágrimas que le devolvía el espejo, que lo echaba de menos, sólo un poquito. La cuarta constató que algo dolía por dentro, como si un puño invisible e implacable tirase hacia fuera desde el fondo de sus entrañas. La quinta descubrió que no podría prescindir de él sin que doliese. La sexta, el tiempo comenzó a pesarle, porque no podía ser que la vida de verdad se limitase a tres meses en medio de tantos años inútiles, y menos podía ser que hubiese perdiendo seis días ya de esa vida tan corta. La séptima, con la claridad que ofrecen las visiones, apareció ante ella la revelación de que podría abandonar todo lo que no fuese él, si él se lo pedía.
Las heridas deberían dejar de doler cuando te das cuenta de que no tienen sentido. Y él debió dejar de dolerle cuando resultó innegable que no iba a volver. Porque, en realidad, sus puntos de vista eran absurdos, y el pragmatismo no es nada más que una forma de perder el tiempo haciendo estúpidas cosas útiles en lugar de cosas realmente importantes, como reírse a carcajadas en medio de la lluvia o cantar a la luna llena para que no se sienta tan sola en el cielo. Y sin embargo, sangraba y supuraba a través de una sonrisa que pretendía ser natural y parecía tan inhumana como la risa de las hienas.
Uno nunca debería volver a aquello de lo que una vez ha podido prescindir. Y sin embargo, ella tuvo que volver a una vida insignificante, que había dejado de importar hacía siglos, cuando aún estaba sumergida en sus ojos y las palabras significaban mucho más que una sucesión de letras y un golpe de voz. Tuvo que regresar a una vida que hubiese podido abandonar sin dolor, sólo con que él se lo hubiese pedido.