Y ya desde casa, continúa la crónica.
25 de junio de 2011
Hay algo de magnético en las ciudades nuevas. En algún sitio leí, hace tiempo, que se trata de la posibilidad de poder verlas con ojos también nuevos. Yo diría más, se trata de poder verlas con ojos nuevos y con los ojos abiertos.
Me encanta Madrid: las esquinas misteriosas del Madrid de los Austrias, el silencio sorprendente de los conventos del siglo XVII, las fuentes de Ventura Rodríguez, los palacios del XIX, las luces de neón de la Gran Vía y, sobre todo, el cielo rosa de los atardeceres y el perfil de las montañas que se ve desde mi ventana. Me encanta Madrid. Sin embargo, la mayoría de las veces, no es más que una ciudad llena de coches que no me dejan llegar a tiempo al trabajo, llena de personas anónimas a las que tengo que esquivar para moverme, una ciudad en la que hace demasiado calor para ir corriendo de un sitio a otro cargada de libros y cuadernos. Pocas veces paro para abrir los ojos y darme cuenta de que el sol se está vistiendo de oro.
Sin embargo, en las ciudades nuevas no existe la prisa. No, al menos, todos los días (no los fines de semana en los que la universidad está cerrada). Entonces, uno se puede perder por las calles sin necesidad de llegar a ningún sitio, sin necesidad de seguir más ruta que la que marcan los edificios modernistas, los arcos del triunfo, las plazas rococó… los ciervos que lamen la mano de quien les da pan o los pavos reales que tratan de seducirnos.
Me gusta perderme en las ciudades nuevas. Dejar el mapa escondido en el fondo del bolso y seguir sólo la senda de mis caprichos, el camino que me lleva de un pináculo con forma vegetal al campanario de una iglesia. Lo miro todo con los ojos muy abiertos, sin ninguna preocupación que los cubra como una gasa; lo miro todo con el cuidado que requiere el hallazgo de la belleza. Entonces, soy capaz de verla en todas partes y eso hace que mis ojos estén tan vivos y sean tan nuevos, como si acabasen de nacer.
Begoña, o, a la francesa (jeje)