La ciudad llora. Desconsoladamente, con
rabia.
Madrid se deshace en lágrimas gordas
que rebotan en el asfalto y en los techos metálicos de los coches;
lágrimas que dejan surcos sobre las superficies sucias de las
ventanas.
Madrid se diluye en el llanto, porque,
últimamente, hay demasiadas razones por las que llorar.
Lo gritan las calles, las fachadas de
las plazas cubiertas con carteles.
Lo vociferan los ecos de cuatrocientos
euros que no, se pongan como se pongan, no llegan para pagar un
alquiler y treinta platos de sopa.
Lo dicen, con más fuerza aún, las
voces que quieren dejar mudas, los cerebros que les gustaría secar.
Lo demuestran los rostros de los que
están a punto de rendirse y los puños de los que se niegan a
capitular.
Madrid llora, porque hay demasiadas
razones para llorar, últimamente.
Y, sin embargo, para mí, esas lágrimas
y ese cielo gris siguen teniendo un nombre propio.
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