Madrid a cuarenta grados.
El asfalto hierve y los árboles
parecen replegarse en sí mismos para aprovechar toda su sombra. No queda ni una
gota de alivio para los simples mortales.
La silla de mi despacho parece
moverse a propósito para que yo no coja la postura, y mi espalda se resiente y
pincha aquí y allá. Duele. Cada una de mis neuronas se deshace y chorrea en
sudor por mi frente, por mi cuello, por mi pecho.
Balada del mal humor y del
cansancio cuando la piel todavía recuerda la caricia de las olas, el viento
nordés en la cara…
Sigue siendo hermoso volver a
la guarida propia, a las paredes de colores, a los libros, los marcos con
fotografías que sonríen…pero, a veces, es difícil saber que la raíz y la vida
residen en lugares distintos. ¿Qué sería yo sin los cafés literarios, sin
Lavapiés, sin el asfalto, sin la carrera frenética de la actividad que me lleva
de un lado a otro? Pero, ¿qué quedaría de mí sin Soesto, sin la Insua, sin el
Cabo da Area, sin la playa de los cristales? ¿cómo podría no dejar de ser yo
sin ese espacio en el cementerio para ver las puestas de sol a tu lado? Es
difícil pertenecer a dos sitios a la vez…
Pongamos que hablo de Madrid y que
yo también le dedico una canción de amor y odio en nuestro reencuentro. Sabina
alterna “que me lleven al Sur donde nací” con “no me despertéis, dejadme dormir”.
Yo me dejaré la piel en esta ciudad donde “las niñas ya no quieren ser
princesas” (incluida yo), pero “cuando la muerte venga a visitarme”, llevadme
allí, a mi rincón del cementerio, allí donde el océano bate fuerte contra las
rocas, donde el vidrio de las botellas muertas se hace hermoso, donde las
puestas de sol son eternas. Llevadme allí, por favor. Allí estará mi sitio.